Vida de San
Francisco
Nació en Asís (Italia), en el año 1182. Después de una
juventud disipada en diversiones, se convirtió, renunció a los
bienes paternos y se entregó de lleno a Dios. Abrazó la pobreza
y vivió una vida evangélica, predicando a todos el amor de Dios.
Dio a sus seguidores unas sabias normas, que luego fueron
aprobadas por la Santa Sede. Fundó una Orden de frailes y su
primera seguidora mujer, Santa Clara que funda las Clarisas,
inspirada por El.
Un santo para todos
Ciertamente no existe ningún santo que sea tan popular como
él, tanto entre católicos como entre los protestantes y aun
entre los no cristianos. San Francisco de Asís cautivó la
imaginación de sus contemporáneos presentándoles la pobreza, la
castidad y la obediencia con la pureza y fuerza de un testimonio
radical.
Llegó a ser conocido como el Pobre de Asís por su matrimonio con
la pobreza, su amor por los pajarillos y toda la naturaleza.
Todo ello refleja un alma en la que Dios lo era todo sin
división, un alma que se nutría de las verdades de la fe
católica y que se había entregado enteramente, no sólo a Cristo,
sino a Cristo crucificado.
Nacimiento y vida familiar de un caballero
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría, en el año 1182.
Su padre, Pedro Bernardone, era comerciante. El nombre de su
madre era Pica y algunos autores afirman que pertenecía a una
noble familia de la Provenza. Tanto el padre como la madre de
Francisco eran personas acomodadas.
Pedro Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como se
hallase en dicho país cuando nació su hijo, la gente le apodó
"Francesco" (el francés), por más que en el bautismo recibió el
nombre de Juan.
En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas
tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores.
Disponía de dinero en abundancia y lo gastaba pródigamente, con
ostentación. Ni los negocios de su padre, ni los estudios le
interesaban mucho, sino el divertirse en cosas vanas que
comúnmente se les llama "gozar de la vida". Sin embargo, no era
de costumbres licenciosas y era muy generoso con los pobres que
le pedían por amor de Dios.
Hallazgo de un tesoro
Cuando Francisco tenía unos 20, estalló la discordia entre
las ciudades de Perugia y Asís, y en la guerra, el joven cayó
prisionero de los peruginos. La prisión duró un año, y Francisco
la soportó alegremente. Sin embargo, cuando recobró la libertad,
cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en la que el joven probó
una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su espíritu.
Cuando se sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a
combatir en el ejército de Galterío y Briena, en el sur de
Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura y un hermoso
manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su nuevo atuendo,
se topó con un caballero mal vestido que había caído en la
pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco
cambió sus ricos vestidos por los del caballero pobre. Esa noche
vio en sueños un espléndido palacio con salas colmadas de armas,
sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la cruz y le
pareció oír una voz que le decía que esas armas le pertenecían a
él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de
triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto,
ciudad del camino de Asís a Roma, cayó nuevamente enfermo y,
durante la enfermedad, oyó una voz celestial que le exhortaba a
"servir al amo y no al siervo". El joven obedeció. Al principio
volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. La
gente, al verle ensimismado, le decían que estaba enamorado.
"Sí", replicaba Francisco, "voy a casarme con una joven más
bella y más noble que todas las que conocéis". Poco a poco, con
mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus
bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de
claras inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que la
batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria
sobre los instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por
la llanura de Asís, encontró a un leproso. Las llagas del
mendigo aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de huir, se
acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir una
limosna. Francisco comprendió que había llegado el momento de
dar el paso al amor radical de Dios. A pesar de su repulsa
natural a los leprosos, venció su voluntad, se le acercó y le
dio un beso. Aquello cambió su vida. Fue un gesto movido por el
Espíritu Santo, pidiéndole a Francisco una calidad de entrega,
un "sí" que distingue a los santos de los mediocres.
San Buenaventura nos dice que después de este evento, Francisco
frecuentaba lugares apartados donde se lamentaba y lloraba por
sus pecados. Desahogando su alma fue escuchado por el Señor. Un
día, mientras oraba, se le apareció Jesús crucificado. La
memoria de la pasión del Señor se grabó en su corazón de tal
forma, que cada vez que pensaba en ello, no podía contener sus
lágrimas y sollozos.
"Francisco, repara mi Iglesia, pues ya ves que está en
ruinas"
A partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los
enfermos en los hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres
sus vestidos, otras, el dinero que llevaba. Les servía
devotamente, porque el profeta Isaías nos dice que Cristo
crucificado fue despreciado y tratado como un leproso. De este
modo desarrollaba su espíritu de pobreza, su profundo sentido de
humildad y su gran compasión. En cierta ocasión, mientras oraba
en la iglesia de San Damián en las afueras de Asís, le pareció
que el crucifijo le repetía tres veces: "Francisco, repara mi
casa, pues ya ves que está en ruinas".
El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado,
creyó que el Señor quería que la reparase; así pues, partió
inmediatamente, tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda
de su padre y los vendió junto con su caballo. Enseguida llevó
el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la iglesia de
San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El
buen sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él,
pero se negó a aceptar el dinero. El joven lo depositó en el
alféizar de la ventana. Pedro Bernardone, al enterarse de lo que
había hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián. Pero
Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse.
Renuncia a
la herencia de su padre
Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno,
Francisco volvió a entrar en la población, pero estaba tan
desfigurado y mal vestido, que la gente se burlaba de él como si
fuese un loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la
conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó
furiosamente (Francisco tenía entonces 25 años), le puso grillos
en los pies y le encerró en una habitación.
La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando
su marido se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su
padre fue de nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le
conminó a volver inmediatamente a su casa o a renunciar a su
herencia y pagarle el precio de los vestidos que le había
tomado. Francisco no tuvo dificultad alguna en renunciar a la
herencia, pero dijo a su padre que el dinero de los vestidos
pertenecía a Dios y a los pobres.
Su padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de Asís,
quien exhortó al joven a devolver el dinero y a tener confianza
en Dios: "Dios no desea que su Iglesia goce de bienes
injustamente adquiridos". Francisco obedeció a la letra la orden
del obispo y añadió: "Los vestidos que llevo puestos pertenecen
también a mi padre, de suerte que tengo que devolvérselos". Acto
seguido se desnudó y entregó sus vestidos a su padre, diciéndole
alegremente: "Hasta ahora tú has sido mi padre en la tierra.
Pero en adelante podré decir: “Padre nuestro, que estás en los
cielos”.' Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal
"temblando de indignación y profundamente lastimado".
El Obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que
pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera
limosna de su vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la
cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
Llamado a la renuncia y a la negación
Enseguida, partió en busca de un sitio conveniente para
establecerse. Iba cantando alegremente las alabanzas divinas por
el camino real, cuando se topó con unos bandoleros que le
preguntaron quién era. El respondió: "Soy el heraldo del Gran
Rey". Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un foso
cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las
divinas alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo
como si fuese un mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una persona que
le conocía le llevó a su casa y le regaló una túnica, un
cinturón y unas sandalias de peregrino. Francisco los usó dos
años, al cabo de los cuales volvió a San Damián.
Para reparar
la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde todos le habían
conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el
desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se encargó de
transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia
y ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las
reparaciones en la iglesia de San Damián, Francisco emprendió un
trabajo semejante en la antigua iglesia de San Pedro. Después,
se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, que pertenecía
a la abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el
nombre de la capillita aludía al hecho de que estaba construida
en una reducida parcela de tierra.
La Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro
kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi
en ruinas. La tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto
como el título de Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor
había sido erigida la capilla.
Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró
finalmente el cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta
de San Matías del año 1209.
En aquella época, el evangelio de la misa de la fiesta decía:
"Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha llegado... Dad
gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente... No poseáis
oro ... ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo ...He aquí que
os envío como corderos en medio de los lobos..." (Mat.10 ,
7-19). Estas palabras penetraron hasta lo más profundo en el
corazón de Francisco y éste, aplicándolas literalmente, regaló
sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con
la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el hábito que dio
a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los
pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma, empezó
a exhortar a la penitencia con tal energía, que sus palabras
hendían los corazones de sus oyentes. Cuando se topaba con
alguien en el camino, le saludaba con estas palabras: "La paz
del Señor sea contigo".
Dones extraordinarios
Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de
milagros. Cuando pedía limosna para reparar la iglesia de San
Damián, acostumbraba decir: "Ayudadme a terminar esta iglesia.
Un día habrá ahí un convento de religiosas en cuyo buen nombre
se glorificarán el Señor y la universal Iglesia". La profecía se
verificó cinco años más tarde en Santa Clara y sus religiosas.
Un habitante de Espoleto sufría de un cáncer que le había
desfigurado horriblemente el rostro. En cierta ocasión, al
cruzarse con San Francisco, el hombre intentó arrojarse a sus
pies, pero el santo se lo impidió y le besó en el rostro. El
enfermo quedó instantáneamente curado. San Buenaventura
comentaba a este propósito: "No sé si hay que admirar más el
beso o el milagro".
Nueva orden religiosa y visita al Papa
Francisco tuvo pronto numerosos seguidores y algunos querían
hacerse discípulos suyos. El primer discípulo fue Bernardo de
Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al principio Bernardo
veía con curiosidad la evolución de Francisco y con frecuencia
le invitaba a su casa, donde le tenía siempre preparado un lecho
próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para observar cómo
el siervo de Dios se levantaba calladamente y pasaba largo
tiempo en oración, repitiendo estas palabras: "Deus meus et
omnia" (Mi Dios y mi todo). Al fin, comprendió que Francisco era
"verdaderamente un hombre de Dios" y enseguida le suplicó que le
admitiese corno discípulo.
Desde entonces, juntos asistían a misa y estudiaban la Sagrada
Escritura para conocer la voluntad de Dios. Como las
indicaciones de la Biblia concordaban con sus propósitos,
Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los
pobres.
Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís, pidió
también a Francisco que le admitiese como discípulo y el santo
les "concedió el hábito" a los dos juntos, el 16 de abril de
1209. El tercer compañero de San Francisco fue el hermano Gil,
famoso por su gran sencillez y sabiduría espiritual.
En 1210, cuando el grupo contaba ya con 12 miembros, Francisco
redactó una regla breve e informal que consistía principalmente
en los consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Con
ella se fueron a Roma a presentarla para aprobación del Sumo
Pontífice. Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de
felicidad, y viviendo de las limosnas que la gente les daba.
En Roma no querían aprobar esta comunidad porque les parecía
demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un Cardenal
dijo: "No les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en
el Evangelio". Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a
vivir en pobreza, en oración, en santa alegría y gran
fraternidad, junto a la iglesia de la Porciúncula. Inocencio III
se mostró adverso al principio. Por otra parte, muchos
cardenales opinaban que las órdenes religiosas ya existentes
necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la nueva
manera de concebir la pobreza era impracticable.
El cardenal Juan Colonna alegó en favor de Francisco que su
regla expresaba los mismos consejos con que el Evangelio
exhortaba a la perfección. Más tarde, el Papa relató a su
sobrino, quien a su vez lo comunicó a San Buenaventura, que
había visto en sueños una palmera que crecía rápidamente y
después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo la
basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años
después, el mismo Pontífice tendría un sueño semejante a
propósito de Santo Domingo. Inocencio III mandó, pues, llamar a
Francisco y aprobó verbalmente su regla; enseguida le impuso la
tonsura, así como a sus compañeros y les dio por misión predicar
la penitencia.
La Porciúncula
San Francisco y sus compañeros se trasladaron
provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de
Asís, de donde salían a predicar por toda la región. Poco
después, tuvieron dificultades con un campesino que reclamaba la
cabaña para emplearla como establo de su asno. Francisco
respondió: "Dios no nos ha llamado a preparar establos para los
asnos", y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad
de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla
de la Porciúncula, a condición de que la conservase siempre como
la iglesia principal de la nueva orden. El santo se negó a
aceptar la propiedad de la capillita y sólo la admitió prestada.
En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de los
benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de
recompensa por el préstamo, una cesta de pescados cogidos en el
riachuelo vecino.
Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un tonel
de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos
de Santa María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de
Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes construyeron varias
cabañas primitivas, porque San Francisco no permitía que la
orden en general y los conventos en particular, poseyesen bienes
temporales. Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden
y su amor a la pobreza se manifestaba en su manera de vestirse,
en los utensilios que empleaba y en cada uno de sus actos.
Acostumbraba llamar a su cuerpo "el hermano asno", porque lo
consideraba como hecho para transportar carga, para recibir
golpes y para comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún
fraile, le llamaba "hermano mosca", porque en vez de cooperar
con los demás echaba a perder el trabajo de los otros y les
resultaba molesto.
Poco antes de morir, considerando que el hombre está obligado a
tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón al suyo
por haberlo tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se
había opuesto siempre a las austeridades indiscretas y
exageradas. En cierta ocasión, viendo que un fraile había
perdido el sueño a causa del excesivo ayuno, Francisco le llevó
alimento y comió con él para que se sintiese menos mortificado.
Somete la carne a las espinas; Dios le otorga sabiduría
Al principio de su conversión, viéndose atacado por
violentas tentaciones de impureza, solía revolcarse desnudo
sobre la nieve. Cierta vez en que la tentación fue todavía más
violenta que de ordinario, el santo se disciplinó furiosamente;
como ello no bastase para alejarla, acabó por revolcarse sobre
las zarzas y los abrojos.
Su humildad no consistía simplemente en un desprecio sentimental
de sí mismo, sino en la convicción de que "ante los ojos de Dios
el hombre vale por lo que es y no más". Considerándose indigno
del sacerdocio, Francisco sólo llegó a recibir el diaconado.
Detestaba de todo corazón las singularidades. Así cuando le
contaron que uno de los frailes era tan amante del silencio que
sólo se confesaba por señas, respondió disgustado: "Eso no
procede del espíritu de Dios sino del demonio; es una tentación
y no un acto de virtud." Dios iluminaba la inteligencia de su
siervo con una luz de sabiduría que no se encuentra en los
libros. Cuando cierto fraile le pidió permiso para estudiar,
Francisco le contestó que si repetía con devoción el "Gloria
Patri", llegaría a ser sabio a los ojos de Dios y él mismo era
el mejor ejemplo de la sabiduría adquirida en esa forma.
Sobre la pobreza de espíritu, Francisco decía: "Hay muchos que
tienen por costumbre multiplicar plegarias y prácticas devotas,
afligiendo sus cuerpos con numerosos ayunos y abstinencias; pero
con una sola palabrita que les suena injuriosa a su persona o
por cualquier cosa que se les quita, enseguida se ofenden e
irritan. Estos no son pobres de espíritu, porque el que es
verdaderamente pobre de espíritu, se aborrece a sí mismo y ama a
los que le golpean en la mejilla".
La Naturaleza
Sus contemporáneos hablan con frecuencia del cariño de
Francisco por los animales y del poder que tenía sobre ellos.
Por ejemplo, es famosa la reprensión que dirigió a las
golondrinas cuando iba a predicar en Alviano: "Hermanas
golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras ya habéis
parloteado bastante". Famosas también son las anécdotas de los
pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas
del Creador, del conejillo que no quería separarse de él en el
Lago Trasimeno y del lobo de Gubbio amansado por el santo.
Algunos autores consideran tales anécdotas como simples
alegorías, en tanto que otros les atribuyen valor histórico.
Aventura de amor con Dios
Los primeros años de la orden en Santa María de los Ángeles
fueron un período de entrenamiento en la pobreza y la caridad
fraternas. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos
vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajo
suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta; pero el
fundador les había prohibido que aceptasen dinero. Estaban
siempre prontos a servir a todo el mundo, particularmente a los
leprosos y menesterosos.
San Francisco insistía en que llamasen a los leprosos "mis
hermanos cristianos" y los enfermos no dejaban de apreciar esta
profunda delicadeza. Les decía a los frailes: ¨Todos los
hermanos procuren ejercitarse en buenas obras, porque está
escrito: 'Haz siempre algo bueno para que el diablo te encuentre
ocupado'. Y también, 'La ociosidad es enemiga del alma'. Por eso
los siervos de Dios deben dedicarse continuamente a la oración o
a alguna buena actividad.¨
El número de los compañeros del santo continuaba en aumento,
entre ellos se contaba el famoso "juglar de Dios", fray
Junípero; a causa de la sencillez del hermanito Francisco solía
repetir: "Quisiera tener todo un bosque de tales juníperos". En
cierta ocasión en que el pueblo de Roma se había reunido para
recibir a fray Junípero, sus compañeros le hallaron jugando
apaciblemente con los niños fuera de las murallas de la ciudad.
Santa Clara acostumbraba llamarle "el juguete de Dios".
Santa Clara
Clara había partido de Asís para seguir a Francisco, en la
primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo consiguió
establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la
comunidad de religiosas llegó pronto a ser, para los
franciscanos, lo que las monjas de Prouille habían de ser para
los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un vergel
escondido de oración que hacía fecundo el trabajo de los
frailes.
Evangeliza a los mahometanos
En el otoño de ese año, Francisco, no contento con todo lo que
había sufrido y trabajado por las almas en Italia, resolvió ir a
evangelizar a los mahometanos. Así pues, se embarcó en Ancona
con un compañero rumbo a Siria; pero una tempestad hizo
naufragar la nave en la costa de Dalmacia. Como los frailes no
tenían dinero para proseguir el viaje, se vieron obligados a
esconderse furtivamente en un navío para volver a Ancona.
Después de predicar un año en el centro de Italia (el señor de
Chiusi puso entonces a la disposición de los frailes un sitio de
retiro en Monte Alvernia, en los Apeninos de Toscana), San
Francisco decidió partir nuevamente a predicar a los mahometanos
en Marruecos. Pero Dios tenía dispuesto que no llegase nunca a
su destino: el santo cayó enfermo en España y, después, tuvo que
retornar a Italia. Ahí se consagró apasionadamente a predicar el
Evangelio a los cristianos.
La humildad y obediencia
San Francisco dio a su orden el nombre de "Frailes Menores"
por humildad, pues quería que sus hermanos fuesen los siervos de
todos y buscasen siempre los sitios más humildes. Con frecuencia
exhortaba a sus compañeros al trabajo manual y, si bien les
permitía pedir limosna, les tenía prohibido que aceptasen
dinero. Pedir limosna no constituía para él una vergüenza, ya
que era una manera de imitar la pobreza de Cristo. Sobre la
excelsa virtud de la humildad, decía: "Bienaventurado el siervo
a quien lo encuentran en medio de sus inferiores con la misma
humildad que si estuviera en medio de sus superiores.
Bienaventurado el siervo que siempre permanece bajo la vara de
la corrección. Es siervo fiel y prudente el que, por cada culpa
que comete, se apresura a expiarlas: interiormente, por la
contrición y exteriormente por la confesión y la satisfacción de
obra". El santo no permitía que sus hermanos predicasen en una
diócesis sin permiso expreso del Obispo. Entre otras cosas,
dispuso que "si alguno de los frailes se apartaba de la fe
católica en obras o palabras y no se corregía, debería ser
expulsado de la hermandad". Todas las ciudades querían tener el
privilegio de albergar a los nuevos frailes, y las comunidades
se multiplicaron en Umbría, Toscana, Lombardia y Ancona.
Crece la orden
Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó del Papa Honorio
III la indulgencia de la Porciúncula o "perdón de Asís". El año
siguiente, conoció en Roma a Santo Domingo, quien había
predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia en la época
en que Francisco era "un gentilhombre de Asís". San Francisco
tenía también la intención de ir a predicar en Francia. Pero,
como el cardenal Ugolino (quien fue más tarde Papa con el nombre
de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió en su lugar a los
hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir más
tarde la Orden de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y
bondadoso cardenal Ugolino ejerció una gran influencia en el
desarrollo de la Orden. Los compañeros de San Francisco eran ya
tan numerosos, que se imponía forzosamente cierta forma de
organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se
procedió a dividir a la Orden en provincias, al frente de cada
una de las cuales se puso a un ministro, "encargado del bien
espiritual de los hermanos; si alguno de ellos llegaba a
perderse por el mal ejemplo del ministro, éste tendría que
responder de él ante Jesucristo". Los frailes habían cruzado ya
los Alpes y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió, en la Porciúncula, en
Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo "de
las esteras", así llamado por las cabañas que debieron
construirse precipitadamente con esteras para albergar a los
delegados. Se cuenta que se reunieron entonces cinco mil
frailes. Nada tiene de extraño que en una comunidad tan
numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un tanto.
Los delegados encontraban que San Francisco se entregaba
excesivamente a la aventura y exigían un espíritu más práctico.
Es que así les parecía lo que en realidad era una gran confianza
en Dios.
El santo se indignó profundamente y replicó: "Hermanos míos, el
Señor me llamó por el camino de la sencillez y la humildad y por
ese camino persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos los
que estén dispuestos a seguirme... El Señor me dijo que
deberíamos ser pobres y locos en este mundo y que ése y no otro
sería el camino por el que nos llevaría. Quiera Dios confundir
vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros volver a vuestra
primitiva vocación, aunque sea contra vuestra voluntad y aunque
la encontréis tan defectuosa".
Francisco les insistía en que amaran muchísimo a Jesucristo y a
la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con el mayor
desprendimiento posible hacia los bienes materiales, y no se
cansaba de recomendarles que cumplieran lo más exactamente
posible todo lo que manda el Santo Evangelio.
El mayor privilegio: no gozar de privilegio alguno
Recorría campos y pueblos invitando a la gente a amar más a
Jesucristo, y repetía siempre: 'El Amor no es amado". La gente
le escuchaba con especial cariño y se admiraba de lo mucho que
sus palabras influían en los corazones para entusiasmarlos por
Cristo y su Verdad. Sus palabras eran reflejo de su vida en
imitación a Jesús, decía:
"El que ama verdaderamente a su enemigo no se apena de las
injurias que éste le provoca, sino que sufre por amor de Dios a
causa del pecado que arrastra el alma que lo ofendió. Y le
manifiesta su amor con obras".
A quienes le propusieron que pidiese al Papa permiso para que
los frailes pudiesen predicar en todas partes sin autorización
del obispo, Francisco repuso: "Cuando los obispos vean que vivís
santamente y que no tenéis intenciones de atentar contra su
autoridad, serán los primeros en rogaros que trabajéis por el
bien de las almas que les han sido confiadas. Considerad como el
mayor de los privilegios el no gozar de privilegio alguno..." Al
terminar el capítulo, San Francisco envió a algunos frailes a la
primera misión entre los infieles de Túnez y Marruecos, y se
reservó para sí la misión entre los sarracenos de Egipto y
Siria. En 1215, durante el Concilio de Letrán, el Papa Inocencio
III había predicado una nueva cruzada, pero tal cruzada se había
reducido simplemente a reforzar el Reino Latino de oriente.
Francisco quería blandir la espada de Dios.
San Francisco se fue a Tierra Santa a visitar en devota
peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y
murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta
piadosa visita suya, los franciscanos están encargados desde
hace siglos de custodiar los Santos Lugares de Tierra Santa.
Misionero ante el Sultán
En junio de 1219, se embarcó en Ancona con 12 frailes. La
nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los
cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió
mucho al ver el egoísmo y las costumbres disolutas de los
soldados de la cruz. Consumido por el celo de la salvación de
los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por más que
los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba
puesta a precio. Habiendo conseguido la autorización del
delegado pontificio, Francisco y el hermano Iluminado se
aproximaron al campo enemigo, gritando: "¡Sultán, Sultán!".
Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil,
Francisco declaró osadamente: "No son los hombres quienes me han
enviado, sino Dios todopoderoso.
Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la
salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio". El
Sultán quedó impresionado y rogó a Francisco que permaneciese
con él. El santo replicó: "Si tú y tu pueblo estáis dispuestos a
oír la palabra de Dios, con gusto me quedaré con vosotros. Y si
todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma, manda encender una
hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así veréis
cuál es la verdadera fe". El Sultán contestó que probablemente
ninguno de los sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no
podía someterlos a esa prueba para no soliviantar al pueblo.
Cuentan que el Sultán llegó a decir: "Si todos los cristianos
fueran como él, entonces valdría la pena ser cristiano". Pero el
Sultán, Malek-al-Kamil, mandó a Francisco que volviese al campo
de los cristianos. Desalentado al ver el reducido éxito de su
predicación entre los sarracenos y entre los cristianos, el
Santo pasó a visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta
en la que sus hermanos le pedían urgentemente que retornase a
Italia.
La crisis del acomodamiento lleva a clarificar la regla
Durante la ausencia de Francisco, sus dos vicarios, Mateo de
Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido ciertas
innovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores con
las otras órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu
franciscano en el rígido esquema de la observancia monástica y
de las reglas ascéticas. Las religiosas de San Damián tenían ya
una constitución propia, redactada por el cardenal Ugolino sobre
la base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia,
Francisco tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a sus
hermanos hospedados en un espléndido convento. El Santo se negó
a poner los pies en él y vivió con los frailes predicadores.
Enseguida mandó llamar al guardián del convento franciscano, le
reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen la
casa.
Tales acontecimientos tenían a los ojos del Santo las
proporciones de una verdadera traición: se trataba de una crisis
de la que tendría que salir la Orden sublimada o destruida. San
Francisco se trasladó a Roma donde consiguió que Honorio III
nombrase al cardenal Ugolino protector y consejero de los
franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe ciega
en el fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de
la Iglesia. Al mismo tiempo, Francisco se entregó ardientemente
a la tarea de revisar la regla, para lo que convocó a un nuevo
capítulo general que se reunió en la Porciúncula en 1221. El
Santo presentó a los delegados la regla revisada. Lo que se
refería a la pobreza, la humildad y la libertad evangélica,
características de la Orden, quedaba intacto. Ello constituía
una especie de reto del fundador a los disidentes y legalistas
que, por debajo del agua, tramaban una verdadera revolución del
espíritu franciscano. El jefe de la oposición era el hermano
Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la dirección de
la Orden, de suerte que su vicario, fray Elías, era
prácticamente el ministro general. Sin embargo, no se atrevió a
oponerse al fundador, a quien respetaba sinceramente. En
realidad, la Orden era ya demasiado grande, como lo dijo el
propio San Francisco: "Si hubiese menos frailes menores, el
mundo los vería menos y desearía que fuesen más."
Al cabo de dos años, durante los cuales hubo de luchar contra la
corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar la orden
en una dirección que él no había previsto y que le parecía
comprometer el espíritu franciscano, el Santo emprendió una
nueva revisión de la regla. Después la comunicó al hermano Elías
para que éste la pasase a los ministros, pero el documento se
extravió y el Santo hubo de dictar nuevamente la revisión al
hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban
que la prohibición de poseer bienes en común era impracticable.
La regla, tal como fue aprobada por Honorio III en 1223,
representaba sustancialmente el espíritu y el modo de vida por
el que había luchado San Francisco desde el momento en que se
despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís.
La Tercera
Orden
Unos dos años antes, San Francisco y el cardenal Ugolino
habían redactado una regla para la cofradía de laicos que se
habían asociado a los frailes menores y que correspondía a lo
que actualmente llamamos Tercera Orden, fincada en el espíritu
de la "Carta a todos los cristianos", que Francisco había
escrito en los primeros años de su conversión. La cofradía,
formada por laicos entregados a la penitencia, que llevaban una
vida muy diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a
ser una gran fuerza religiosa en la Edad Media. En el derecho
canónico actual, los terciarios de las diversas órdenes gozan
todavía de un estatuto específicamente diferente del de los
miembros de las cofradías y congregaciones marianas.
La representación del Nacimiento de Jesús
San Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecehio, en el
valle de Rieti. Con tal ocasión, había dicho a su amigo, Juan da
Vellita: "Quisiera hacer una especie de representación viviente
del nacimiento de Jesús en Belén, para presenciar, por decirlo
así, con los ojos del cuerpo la humildad de la Encarnación y
verle recostado en el pesebre entre el buey y el asno". En
efecto, el Santo construyó entonces en la ermita una especie de
cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa
de medianoche, en la que Francisco actuó como diácono y predicó
sobre el misterio de la Natividad.
Se le atribuye haber comenzado en aquella ocasión la tradición
del "belén" o "nacimiento". Nos dice Tomás Celano en su
biografía del Santo: "La Encarnación era un componente clave en
la espiritualidad de Francisco. Quería celebrar la Encarnación
en forma especial. Quería hacer algo que ayudase a la gente a
recordar al Cristo Niño y cómo nació en Belén".
San Francisco permaneció varios meses en el retiro de Grecehio,
consagrado a la oración, pero ocultó celosamente a los ojos de
los hombres las gracias especialísimas que Dios le comunicó en
la contemplación. El hermano León, que era su secretario y
confesor, afirmó que le había visto varias veces durante la
oración elevarse tan alto sobre el suelo, que apenas podía
alcanzarle los pies y, en ciertas ocasiones, ni siquiera eso.
Los Estigmas
Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el Santo se
retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda.
Llevó consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a
visitarle hasta después de la fiesta de San Miguel. Ahí fue
donde tuvo lugar, alrededor del día de la Santa Cruz de 1224, el
milagro de los estigmas, del que hablamos el 17 de septiembre.
Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales
de la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por
ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro de
las mangas del hábito y usaba medias y zapatos.
Sin embargo, deseando el consejo de sus hermanos, comunicó lo
sucedido al hermano Iluminado y a algunos otros, pero añadió que
le habían sido reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a
hombre alguno sobre la tierra.
En cierta ocasión en que se hallaba enfermo, alguien propuso que
se le leyese un libro para distraerle. El Santo respondió: "Nada
me consuela tanto como la contemplación de la vida y Pasión del
Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese
solo libro me bastaría". Francisco se había enamorado de la
santa pobreza, mientras contemplaba a Cristo crucificado y
meditaba en la nueva crucifixión que sufría en la persona de los
pobres.
El santo no despreciaba la ciencia, pero no la deseaba para sus
discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como medios
para un fin y sólo podían aprovechar a los frailes menores, si
no les impedían consagrar a la oración un tiempo todavía más
largo y si les enseñaban más bien, a predicarse a sí mismos que
a hablar a otros. Francisco aborrecía los estudios que
alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la
caridad y secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora
Ciencia se convirtiese en rival de la dama Pobreza. Viendo con
cuánta ansiedad acudían a las escuelas y buscaban los libros sus
hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión: "Impulsados por
el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por abandonar el
camino de la sencillez y de la pobreza".
En sus escritos, esto es lo que el Santo nos dejó dicho sobre la
vigilancia del corazón: “Cuidémonos mucho de la malicia y
astucia de Satanás, el cual quiere que el hombre no tenga su
mente y su corazón dirigidos a Dios. Y anda dando vueltas
buscando adueñarse del corazón del hombre y, bajo la apariencia
de alguna recompensa o ayuda, ahogar en su memoria la palabra y
los preceptos del Señor, e intenta cegar el corazón del hombre
mediante las actividades y preocupaciones mundanas, y fijar allí
su morada”.
Antes de salir de Monte Alvernia, el Santo compuso el "Himno de
alabanza al Altísimo". Poco después de la fiesta de San Miguel
bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión
y curó a los enfermos que le salieron al paso.
La hermana Muerte
Las calientísimas arenas del desierto de Egipto afectaron la
vista de Francisco hasta el punto de estar casi completamente
ciego. Los dos últimos años de la vida de Francisco fueron de
grandes sufrimientos que parecía que la copa se había llenado y
rebalsado. Fuertes dolores debido al deterioro de muchos de sus
órganos (estómago, hígado y el bazo), consecuencias de la
malaria contraida en Egipto. En los más terribles dolores,
Francisco ofrecía a Dios todo como penitencia, pues se
consideraba gran pecador y para la salvación de las almas. Era
durante su enfermedad y dolor donde sentía la mayor necesidad de
cantar.
Su salud iba empeorando, los estigmas le hacían sufrir y le
debilitaban, y casi había perdido la vista. En el verano de 1225
estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías
le obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El
Santo obedeció con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a
Santa Clara en el convento de San Damián. Ahí, en medio de los
más agudos sufrimientos físicos, escribió el "Cántico del
hermano Sol" y lo adaptó a una tonada popular para que sus
hermanos pudiesen cantarlo.
Después se trasladó a Monte Rainerio, donde se sometió al
tratamiento brutal que el médico le había prescrito, pero la
mejoría que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus hermanos le
llevaron entonces a Siena a consultar a otros médicos, pero para
entonces el Santo estaba moribundo. En el testamento que dictó
para sus frailes, les recomendaba la caridad fraterna, los
exhortaba a amar y observar la santa pobreza, y a amar y honrar
a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó un nuevo testamento
para recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la regla
y trabajasen manualmente, no por el deseo de lucro, sino para
evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. "Si no nos pagan nuestro
trabajo, acudamos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de
puerta en puerta".
Cuando Francisco volvió a Asís, el Obispo le hospedó en su
propia casa. Francisco rogó a los médicos que le dijesen la
verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas cuantas
semanas de vida. "¡Bienvenida, hermana Muerte!", exclamó el
Santo y acto seguido, pidió que le trasportasen a la
Porciúncula. Por el camino, cuando la comitiva se hallaba en la
cumbre de una colina, desde la que se dominaba el panorama de
Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un
momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la
ciudad e imploró las bendiciones de Dios para ella y sus
habitantes.
Después mandó a los camilleros que se apresurasen a llevarle a
la Porciúncula. Cuando sintió que la muerte se aproximaba,
Francisco envió a un mensajero a Roma para llamar a la noble
dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para
rogarle que trajese consigo algunos cirios y un sayal para
amortajarle, así como una porción de un pastel que le gustaba
mucho.
Felizmente, la dama llegó a la Porciúncula antes de que el
mensajero partiese. Francisco exclamó: "¡Bendito sea Dios que
nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que prohibe
la entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma.
Decidle que entre".
El Santo envió un último mensaje a Santa Clara y a sus
religiosas, y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del
"Cántico del Sol" en los que alaba a la muerte. Enseguida rogó
que le trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en
señal de paz y de amor fraternal diciendo: "Yo he hecho cuanto
estaba de mi parte, que Cristo os enseñe a hacer lo que está de
la vuestra”. Sus hermanos le tendieron por tierra y le cubrieron
con un viejo hábito. Francisco exhortó a sus hermanos al amor de
Dios, de la pobreza y del Evangelio, "por encima de todas las
reglas", y bendijo a todos sus discípulos, tanto a los presentes
como a los ausentes.
Murió el 3 de octubre de 1226, después de escuchar la lectura de
la Pasión del Señor según San Juan. Francisco había pedido que
le sepultasen en el cementerio de los criminales de Colle
d'lnferno. En vez de hacerlo así, sus hermanos llevaron al día
siguiente el cadáver en solemne procesión a la iglesia de San
Jorge, en Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos años después de
la canonización. En 1230, fue secretamente trasladado a la gran
basílica construida por el hermano Elías.
El cadáver desapareció de la vista de los hombres durante seis
siglos, hasta que en 1818, tras 52 días de búsqueda, fue
descubierto bajo el altar mayor, a varios metros de profundidad.
El Santo no tenía más que 44 o 45 años al morir. No podemos
relatar aquí ni siquiera en resumen, la azarosa y brillante
historia de la Orden que fundó. Digamos simplemente que sus tres
ramas: la de los frailes menores, la de los frailes menores
capuchinos y la de los frailes menores conventuales forman el
instituto religioso más numeroso que existe actualmente en la
Iglesia. Y, según la opinión del historiador David Knowles, al
fundar ese instituto, San Francisco "contribuyó más que nadie a
salvar a la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había
caído durante la Edad Media".
¡San Francisco de Asís: pídele a Jesús que lo amemos tan
intensamente como lo lograste amar tú!
La Porciúncula, en la Basílica de Nuestra Señora de los
Ángeles
La Porciúncula es un pueblo y a la misma vez una iglesia
localizada aproximadamente a tres-cuartos de milla de la ciudad
de Asís en Italia. El pueblo ha progresado alrededor de la
Basílica de Nuestra Señora de los Ángeles. Fue precisamente en
esta Basílica que San Francisco de Asís recibió su vocación en
el año 1208. San Francisco vivió la mayor parte de su vida en
este lugar. En el año 1211, San Francisco logró una estadía
permanente en este pueblo cerca de Asís, gracias a la
generosidad de los Benedictinos, los cuales le donaron la
pequeña capilla de Santa María de los Ángeles o la Porciúncula,
considerada como “una pequeña parte” de esas tierras.
Un día mientras San Francisco estaba arrodillado en la capilla
de San Damián, sintió que Cristo le habló desde el crucifijo y
le dijo: “Reconstruye mi Iglesia que esta en ruinas.” El se tomó
estas palabras literalmente y empezó a reconstruir varias
Iglesias. No fue hasta un tiempo después que San Francisco
comprendió que el mensaje principal de Cristo era que
construyera y fortaleciera espiritualmente la Iglesia de Cristo.
Así fue que el Santo comenzó a trabajar en la restauración de
las iglesias de San Damián, San Pedro Della Spina y Santa Maria
de los Ángeles o de la Porciúncula.
Al lado del humilde santuario de la Porciúncula, fue edificado
el primer convento Franciscano, con la construcción de unas
cuantas pequeñas chozas o celdas de paja y barro, cercadas con
un seto. Este acuerdo fue el comienzo de la Orden Franciscana.
La Porciúncula fue también el lugar donde San Francisco recibió
los votos de Santa Clara. El 3 de Octubre de 1226, muere San
Francisco, y en su lecho de muerte, le confía el cuidado y
protección de la capilla a sus hermanos.
Un poco después del año 1290, la capilla, la cual media
aproximadamente 22 pies por 13 ½ pies fue ampliamente
engrandecida para poder acomodar a la cantidad de peregrinos que
venían a visitarla. Más tarde, los edificios alrededor del
santuario fueron destruidos por orden de Pio V (1566-72),
excepto la celda en la cual murió San Francisco. Luego, estos
fueron reemplazados por una gran Basílica, estilo contemporáneo.
El nuevo edificio fue erigido sobre su celda y sobre la capilla
de la Porciúncula. La Basílica ahora tiene tres naves y un
circulo de capillas que se extienden a lo largo de la longitud
de los costados.
La Basílica forma una cruz latina de 416 pies de largo por 210
pies de ancho. Un pedazo del altar de la capilla es de la
Anunciación, la cual fue pintada por un sacerdote en el año
1393. Uno todavía puede visitar la celda donde murió San
Francisco. Detrás de la sacristía se encuentra el sitio donde el
santo, durante una tentación se dice, que se revolcó en un
arbusto de brezo, el cual después se convirtió en un rosal sin
espinas. Fue precisamente durante esa misma noche del 2 de
Agosto, que el Santo recibió la “Indulgencia de la Porciúncula.”
Hay una representación del recibimiento de esta indulgencia en
la fachada de la capilla de la Porciúncula.
Se cuenta que una vez, en el año 1216, mientras Francisco estaba
en la Porciúncula, en oración y en contemplación, se le apareció
Cristo y le ofreció que le pidiera el favor que el quisiera. En
el centro del corazón de San Francisco siempre estaba la
salvación de las almas. El soñaba en que su amada Porciúncula
fuese un santuario donde muchos se pudieran salvar, entonces le
pidió al Señor que le concediera una indulgencia plenaria ( o
sea, una completa remisión de todas las culpas), para que todos
aquellos que vinieran a visitar la pequeña capilla, una vez que
se hubieran arrepentido de sus pecados y confesado, pudieran
obtenerla. Nuestro Señor accedió a su petición con la condición
de que el Papa ratificará la indulgencia.
San Francisco se fue de inmediato hacia Perugia con uno de sus
hermanos en busca del Papa Honorio III. Este, a pesar de alguna
oposición de la Curia, ante este favor nunca antes escuchado dio
su aprobación a la Indulgencia, limitándola a poder recibirla
solamente una vez al año. Posteriormente, el Papa la confirmó y
fijo la fecha del 2 de Agosto como el día para alcanzar esta
indulgencia. En Italia, es comúnmente conocida como “el perdón
de Asís” o la “indulgencia de la Porciúncula”. Este es el
recuento tradicional de la historia.
Todos los fieles católicos pueden alcanzar la indulgencia
plenaria el 2 de Agosto (o en otro día que haya sido declarado o
asignado por el ordinario local para el beneficio de los
fieles), bajo las debidas disposiciones (confesión sacramental,
santa comunión, y rezar por las intenciones del Santo Padre).
Estas condiciones pueden cumplirse unos días antes o después del
día en que se gana la indulgencia. También tienen que visitar la
iglesia devotamente y rezar el Padrenuestro y el Credo. La
Indulgencia se aplica a la Catedral de la Diócesis, y a la
co-catedral (si es que existe alguna), aunque no sean
parroquiales, y también las iglesias quasi-parroquiales. Para
alcanzar esta indulgencia, como cualquier indulgencia plenaria,
los fieles tienen que estar libres de cualquier apego al pecado,
aún al pecado venial. Donde se desea este apego, la indulgencia
es parcial.
El Cántico de las Criaturas
de
San Francisco de Asís
EL CÁNTICO DE LAS CRIATURAS
Altísimo y omnipotente buen Señor,
tuyas son las alabanzas,
la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, te convienen
y ningún hombre es digno de nombrarte.
Alabado seas,
mi Señor,
en todas tus criaturas,
especialmente en el Señor hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.
Y es bello y
radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas,
mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.
Alabado seas,
mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.
Alabado seas,
mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.
Alabado seas,
mi Señor,
por la hermana
nuestra madre tierra,
la cual nos sostiene
y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.
Alabado seas,
mi Señor,
por aquellos que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación;
bienaventurados los que las sufran en paz,
porque de ti,
Altísimo, coronados serán.
Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
Ay de
aquellos que mueran
en pecado mortal.
Bienaventurados a los que encontrará
en tu santísima voluntad
porque la muerte segunda no les hará mal.
Alaben y
bendigan a mi Señor
y denle gracias y sírvanle con gran humildad.
Explicación
Esta bella oración de San Francisco es conocida por varios
nombres: Cántico de las Criaturas, Alabanzas de las Criaturas e Himno de
la Hermana Muerte. Fue escrito en romance umbro (la tierra del santo) y
se lo considera el primer poema en la lengua italiana. Se lo celebró
como "el más bello trozo de poesía religiosa después de los Evangelios"
y "la expresión más completa y lírica del alma y de la espiritualidad de
Francisco". La fecha de su composición es el otoño de 1225, posiblemente
en San Damián. La estrofa sobre el perdón la redactó con ocasión de una
controversia entre el Podestá de Asís, primera autoridad de la ciudad, y
el Obispo, reconciliándolos. Y la última, sobre la hermana muerte, la
compuso en octubre de 1226.
Las circunstancias físicas
en que se hallaba el Pequeñuelo obvian los comentarios y provocan las
conclusiones: desangrado por los estigmas, casi ciego, enfermo del
hígado, desnutrido y afiebrado. Por el contrario, su vida interior
estaba en la mejor salud. Dios había querido recordar a los hombres la
pasión de su Hijo a través del cuerpo del Pequeñuelo y, como sólo desde
la cruz se preludia la alegría de la Pascua, a la hora de cantar el
"aleluya". Ninguno mejor que Francisco.
Lo cantó por todos, por ti
y por mi; por los hombres y los astros; por las criaturas y las plantas;
por toda esta naturaleza que Cristo reconcilió y pacificó en su cruz.
Francisco interpretó el silencioso canto que toda la creación le tributa
a Dios, y la silenciosa melodía que Dios canta en la creación. Y lo hizo
porque ocupaba el último lugar, y así pudo ser el primero. Porque era el
más humilde de los siervos, y esto le permitió comprender como nadie la
grandeza de su Señor.
Saludo de San Francisco de Asís
a La Virgen María.
¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios,
María, virgen convertida en templo,
y elegida por el santísimo Padre del cielo,
consagrada por El con su santísimo
Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito;
que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia
y todo bien!
¡Salve, palacio de Dios!
Salve, tabernáculo de Dios!
¡Salve, casa de Dios!
¡Salve, vestidura de Dios!
¡Salve, esclava de Dios!
¡Salve, Madre de Dios!
¡Salve también todas vosotras,
santas virtudes, que, por la gracia
e iluminación del Espíritu Santo
sois infundidas en los corazones
de los fieles para hacerlos,
de infieles, fieles a Dios!
-San Francisco de Asís
SAN
FRANCISCO tenía un don especial
para con las criaturas....
De
Florecillas de San Francisco (capítulo XXI), siglo XIV,
de autor anónimo.
En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio,
apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo
devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta el punto de que
tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas veces se
acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad,
como si fueran a la guerra; y aun así, quien topaba con él estando solo
no podía defenderse. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir
de la ciudad.
San Francisco, movido a compasión de la gente del pueblo, quiso salir a
enfrentarse con el lobo, desatendiendo los consejos de los habitantes,
que querían a todo trance disuadirle. Y, haciendo la señal de la cruz,
salió fuera del pueblo con sus compañeros, puesta en Dios toda su
confianza. Como los compañeros vacilaran en seguir adelante, San
Francisco se encaminó resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo.
Cuando he aquí que, a la vista de muchos de los habitantes, que habían
seguido en gran número para ver este milagro, el lobo avanzó al
encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San
Francisco le hizo la señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo:
— ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas
daño ni a mí ni a nadie.
¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo
cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo la orden, se acercó
mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de San Francisco.
Entonces, San Francisco le habló en estos términos:
— Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado
grandísimos males maltratando y matando las criaturas de Dios sin su
permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino
que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los
hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca
como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti
y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer
las paces entre ti y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante,
y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y
perros.
Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo, de la cola y
de las orejas y bajando la cabeza, manifestaba aceptar y querer cumplir
lo que decía San Francisco. Díjole entonces San Francisco:
— Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta
paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione
continuamente lo que necesitas mientras vivas, de modo que no pases ya
hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has
hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero,
hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre
del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?
El lobo, inclinando la cabeza, dio a entender claramente que lo
prometía. San Francisco le dijo:
— Hermano lobo, quiero que me des fe de esta promesa, para que yo pueda
fiarme de ti plenamente.
Tendióle San Francisco la mano para recibir la fe, y el lobo levantó la
pata delantera y la puso mansamente sobre la mano de San Francisco,
dándole la señal de fe que le pedía. Luego le dijo San Francisco:
— Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora
conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de
Dios.
El lobo, obediente, marchó con él como manso cordero, en medio del
asombro de los habitantes. Corrió rápidamente la noticia por toda la
ciudad; y todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y
viejos, fueron acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco.
Cuando todo el pueblo se hubo reunido, San Francisco se levantó y les
predicó, diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales
calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el
fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que
no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca
de un pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto
más de temer no será la boca del infierno.
— Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros
pecados, y Dios os librará del lobo al presente y del fuego infernal en
el futuro.
Terminado el sermón, dijo San Francisco:
— Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros,
me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros
en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día
lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su
parte el acuerdo de paz.
Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente.
Y San Francisco dijo al lobo delante de todos:
— Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con ellos el acuerdo de
paz, es decir, que no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni
a criatura alguna? El lobo se arrodilló y bajó la cabeza, manifestando
con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la forma
que podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo.
Añadió San Francisco:
— Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera
de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el
pueblo de que yo no quedaré engañado en la palabra que he dado en nombre
tuyo. Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en la mano de
San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron
tanta admiración y alegría en todo el pueblo, así por la devoción del
Santo como por la novedad del milagro y por la paz con el lobo, que
todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por
haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los había
librado de la boca de la bestia feroz.
El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las
casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de
ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque iba así por la
ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo
de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron
mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad, les traía a la
memoria la virtud y la santidad de San Francisco.
El milagro
de la ovejita
San Buenaventura refiere que, cierto
día, estando el Santo en el convento de Nuestra Señora de los
Angeles, una persona tuvo a bien regalarle una ovejita, y la recibió
con mucho agradecimiento, porque le complacía ver en ella la imagen
de la mansedumbre.
Después de recibida, mandó San
Francisco a la ovejita que atendiese a las alabanzas que se
tributaban a Dios y no turbase la paz de los religiosos con sus
balidos. El animal, como si hubiese entendido al siervo de Dios,
observaba con fidelidad su mandato pues tan pronto como oía el canto
de las divinas alabanzas en el coro, se aquietaba, y si alguna vez
se metía en la capilla, quedábase inmóbil en
un rinconcito sin causar la menor molestia.
Pero el prodigio era ver cómo después
del rezo divino, si se celebraba el santo Sacrificio de la Misa, al
tiempo de elevar el sacerdote la Sagrada Hostia, la ovejita, sin ser
enseñada de nadie, se ponía de pie e hincaba las rodillas en señal
de reverencia a su Señor.